FLORECILLAS DE SAN JERÓNIMO


"Episodios de bondad y santidad en la vida de un cristiano que se hizo apóstol por el amor de Dios".

 Las llagas, las heridas, los males de todo tipo que Padre Jerónimo curaba por doquier, no se pueden contar.

Tenía un ungüento especialísimo, verdaderamente maravilloso, mágico, que curaba todo, llagas, mal de garganta, fiebres y dolor de muelas, la peste y también la sarna. Los santos son unos listorros; por amor a la humildad intentan ocultar todo lo que hacen, especialmente las cosas prodigiosas.

 

Pero una buena mañana la gente no creyó ya en la potencia del ungüento milagroso y dijo que el invento del Padre Jerónimo era uno sólo: su santidad y sus oraciones.

Y era la pura verdad.

 


1 - BRAVURAS DE SANTOS

Un hermoso día, en Venecia, padre Jerónimo salía de San Marcos, la basílica toda de oro por dentro y por fuera como un sol, en la plaza Grande, que una igual no la encuentras en el mundo, ¡qué hermosa es!

            Le sale al encuentro un cierto hombre que, más o menos, -oye aquello que dice- entiende que debe tener algún problema con los sobrinos por el comercio de la lana.

Durante el discurso he aquí que a un cierto punto aquel se calienta, se enciende como el hierro en las brasas de la fragua, y empieza a gritar.

Padre Jerónimo que es un buen hombre y tranquilo, busca la forma de calmarlo y hacerle entrar en razón; ¡pero qué!... aquel hombre, de forma grosera, arranca con una letanía de injurias y termina amenazándole: ¿Pero no sabéis, Señor Jerónimo, que yo os arrancaré la barba pelo a pelo?

¡Esto es demasiado! Esta vez verás que el patricio defenderá su honor cubierto de insultos groseros dichos a la cara, delante de tantos vecinos. También él es consciente de las palabras recibidas.

Y en lugar de ... ¡no! Oye lo que le responde: “Cuando a Dios, así  plazca, aquí me tienes preparado; y haz de mi lo que te plazca”. Y extendió el mentón hacia el grosero; después sonríe mirando todavía a aquel pobrecillo, que primero se queda allí confuso, después se retira como perro apaleado.

¡Pobre hombre si se hubiese osado a tanto hace algunos años!, comenta la gente.

Seguro. Entonces su mano se habría dirigido a la espada, la espada habría salido de su vaina y... una vez fuera, no te aseguro cómo habría terminado. Ahora, en cambio,...

Imítalo, si puedes. Tú también serás capaz de acciones heroicas.

 


2 - SE PRIVABA DE TODO PARA AYUDAR A LOS POBRES

En 1528 había aparecido una epidemia. Venecia, permaneció por mucho tiempo inmune al peor de los contagios, tenía pues que experimentar el flagelo y las infinitas miserias del hambre y de la indigencia que aparecieron después. De las comarcas vecinas llegaban continuamente gente empobrecida que venían para llevar a la boca un trozo de pan, si había, y prolongar así, todavía un día más, la propia existencia.

 

A padre Jerónimo se le llenó el corazón de compasión ante semejante espectáculo. Sus riquezas, que tenía bastantes, se disiparon, en poco tiempo, entre las manos de tanta gente pobre.

 

Su palacio se convirtió en el asilo de los mendigos y de los enfermos: allí encuentran comida, dinero, ropa y un corazón grande y bueno, que, al acercársele, se siente llenar el corazón de consuelo, y la herida del dolor sufrido casi no se siente más, y se cicatrizan todas las desgracias vividas.

 

Poco a poco los objetos de plata, los tapices, los cuadros, las joyas, los muebles, los trajes de seda y bordados, las togas y los mantos son vendidos para conseguir dinero en beneficio de los más pobres. ¡Tienen mucho qué hacer los siervos con este hombre tan derrochador!

¿Y cuándo no haya más?

Una mañana de invierno padre Jerónimo está escuchando devotamente la Santa Misa y un mendigo se le acerca y le pide la caridad.

Ni un duro lleva en el bolsillo el padre Jerónimo; pero a un mendigo no se le despide sin nada. Y entonces aquel hermoso fajín de terciopelo bordado en plata, que le ciñe la cintura y ajusta con elegantes pliegues el traje, padre Jerónimo se lo suelta y: “Coge, dice al mendigo, véndelo y cómprate para comer”.

 

Cuando salió a la calle la gente se reía por detrás, porque llevaba el traje sin fajín. En casa los suyos le reprendieron. Él calló y continuó a hacer lo mismo: un día los guantes, otro el pañuelo blasonado,... hasta que no le quedó más nada.

 
 

3- EN GÓNDOLA

Padre Jerónimo salía cada mañana, cargado de la dicha de Dios. Iba a visitar a la gente de las islas vecinas, que necesitaban comida, ropa,... y unas buenas palabras de consuelo.

 

La obra de las “Conferencias de S. Vicente”, ni más ni menos: ¡sólo, tres siglos antes!

Regresaba al atardecer, cuando se ponía el sol: ¡qué charlas alegres, qué risas serenas en la góndola!

Era el precio que Dios le reembolsaba por su caridad.

 

Venecia, a aquella hora, verla desde el mar, parecía una gran flota anclada y recogida en un mar de fuego. El cielo era un cristal de amatista bordado con hilo de oro y se reflejaba en la laguna como otro cielo sepultado bajo las ondas que cabalgaban al soplo de la brisa y susurraban al pasar las góndolas ligeras y fugaces por el sonido nostálgico de las canciones.

 

Aquellos muchachos perdidos en la laguna, que había recogido, admiraban quizá por primera vez aquel espectáculo, ahora alrededor, ahora en los ojos grandes y serenos de su conductor. Y cantaban y reían felices, olvidando haber vividos desgracias.

 

Y, sin pensarlo, cuando querían decirle algo, lo cogían de la mano y le decían: Escucha ¡papá!

 


4- ESPIGAS Y ALMAS

Lanzaban reflejos dorados las espigas al sol de junio, aquel año de 1532.

 

Y al pasar, por los caminos próximos, habrías sentido el sabor del pan recién hecho.

¡Bendición de Dios! ¡Cuánto pan ha hecho la tierra!

 

Pero no había quien empuñase la hoz para segar la dorada crin de los campos, porque la peste había segado las vidas.

 

Fue entonces que las campañas del Bergamasco vieron a aquel que las campañas latinas habían visto en los días del “Cincinnato”.

 

Padre Jerónimo, el patricio de la Serenísima, se ha hecho campesino.

No le resistía el corazón que tanta gracia de Dios se perdiese; y recogiendo cuantos campesinos pudo, empuñó él también la hoz  y durante un mes pasó segando de campo en campo sin descanso y con el ardor de un peón infatigable.

 

Pero allí ninguno sabía realmente quien era. Sólo esto sabían los campesinos que el forastero venido de lejos, les hablaba de Dios con palabras que hacían llenar el corazón de ternura, pedía en compensación del trabajo un trozo de pan y un vaso de agua, dormía en el suelo o sobre un poco de paja, pero durante poco tiempo, porque la noche la pasaba de rodillas, llorando y rezando, que hacía llorar al verlo.

 

Les hablaba de Dios; y conmovía. En los ratos de descanso llevaba a los trabajadores a la sombra de una gran morera, les hacía sentar, y allí, de pie en medio de ellos, empezaba a hablar. Era una palabra sencilla, y oportunamente narraba ejemplos de la Biblia y hechos de la vida de los santos.

 

Volvían después al trabajo casi a regañadientes.

Y mientras en los campos las doradas espigas caían al paso de la hoz, en el cielo, a pleno sol, resonaban alegremente las voces de los segadores cantando a la Virgen.

 

Así, sudando, entre una espiga y otra segaba un alma para Dios.

Era el premio que el cielo le daba, porque se había hecho campesino.

 


5- LOS DOS BLASFEMOS

En una vieja casa, a orillas del Adda, en el Valle de San Martín, vivían dos hermanos. Se odiaban a muerte; este odio venía desde muy atrás. Si se encontraban en la calle se enzarzaban violentamente, y la gente no se atrevía a acercarse.

 

Un día se encontraban así. No se habían visto todavía, y se acaloraron: empezó un huracán de imprecaciones, injurias, amenazas, blasfemias. Qué tendría que ver Dios con ellos, no lo sé. Pero era así, parecían encolerizados.

 

En aquel momento pasaba por allí padre Jerónimo, con la alforja a la espalda y con un paso cansado. Había llovido durante todo el día; y se había cansado, como pocas veces, andando en busca de sus muchachos bajo el agua y el barro.

 

Al oír aquellas injurias y aquellas blasfemias le duele el corazón y se pone entre ellos a separarlos.

Les ruega, les exhorta a poner fin a aquel escándalo:

- ¡Oh, hijos míos! ¿Qué mal habéis recibido de Dios y de la Beatísima Virgen para injuriarlos así con vuestras lenguas? No, no; ¡basta!, ¡por caridad!.

Es inútil. Estos tienen el corazón de piedra.

Entonces, padre Jerónimo, llorando, se arrodilla en medio del camino, coge a manos llenas el barro del suelo, llena su boca y masticándolo:

            - Desde el momento que vosotros no queréis parar de blasfemar, dice, tampoco yo terminaré de hacer penitencia con mi boca, para que el gran Dios, que así ofendéis gravemente vosotros con la vuestra, desde allí arriba no os fulmine.

Y aquella santa boca, que desde hace mucho tiempo por mortificación y penitencia no conoce nada más que pan duro y agua, continúa a masticar el barro del camino.

Paran entonces de pelearse. Sus labios han sentido un temblor de conmoción.

Se miran a los ojos. Se abrazan con lágrimas de arrepentimiento y de perdón. Se han reconciliado entre ellos y con Dios.

 

Ha vencido el padre Jerónimo que, contento, recoge su alforja, su bastón, su camino con paso cansado, limpiándose con el dorso de la mano los labios todavía sucios de barro.

 

Florecillas de S. Jerónimo II